Triana, el profe

Dayamis Sotolongo Rojas

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Resumen

Durante más de dos décadas, el doctor Jesús María Gómez Triana se dedicó a la cirugía en el Hospital Provincial Camilo Cienfuegos, de Sancti Spíritus.

Todavía el bisturí se yergue en la mano, mientras su figura esbelta se pierde entre el verde que lo cubre de pies a cabeza y el olor a quirófano, el único lugar del que no pudo desprenderse nunca. Todavía asoma por los pasillos del hospital con el maletín entre los brazos, la bata blanca a media pierna y la sonrisa prendida del saludo. Todavía llega al volante del Moskovich y granjea afectos a quienes le interrumpen el paso para inquirir por dolencias personales o filiales. Todavía pesa su mano en el hombro en gesto de cordialidad o para halar orejas -con el mismo carisma que bromeaba-Todavía lo llaman Triana, el profe.

No son meros amagos para encubrir el dolor. Desde el pasado 14 de marzo, Jesús María Gómez Triana se escabulló sin prisa en las brumas del recuerdo. Mas, pareciera que la existencia comienza otra vez donde termina o que, simplemente, el fin es un regreso siempre.

De Miller, en Placetas, partió con la herencia de guajiro noble –aunque a la postre encumbrados títulos académicos ensancharan currículos-, carismático y con una vocación congénita por la Medicina. Por esas artimañas del destino, a tierras villaclareñas volvería mucho antes del último día de su vida.

Pero Sancti Spíritus le abrió las puertas en 1984 cuando ya era médico y traía en su expediente los azares de su posgraduado en las Fuerzas Armadas Revolucionarias y de una misión en Guinea Ecuatorial que le interrumpió la residencia en Cirugía, especialidad que concluiría aquí.

Desde entonces no hizo falta la condición de Hijo Ilustre para adoptarlo como espirituano. Acaso porque su estancia en estos lares le prodigaría los mayores regocijos de su vida: el nacimiento de sus hijos; la consagración a una especialidad que no dejó de amar nunca y la creación de una familia numerosa gracias a la consanguinidad de los lazos fraternales.

No serían los únicos gozos. Aseguran sus profesores -quienes devinieron luego colegas, subordinados y amigos- que no alardeó renombre; pero, desde que sostuvo las primeras pinzas, su inteligencia y habilidades quirúrgicas le granjearían un sitio entre los referentes de la Cirugía espirituana.

Y quizás por esa capacidad suya o esa especie de magnetismo innato lo mismo convocaba para un fórum científico que para una actividad social. Lo mismo podía llevar las riendas de la vicedirección de servicios externos del Hospital Provincial -durante años-, que dirigir el servicio de Cirugía o el departamento de Ciencias Quirúrgicas de la Facultad de Ciencias Médicas, que asumir los riesgos de ser el cirujano principal del hospital departamental de San Marcos de Ocotepeque, en Honduras, donde cumpliría misión en los días del golpe de Estado a Manuel Zelaya. Con igual maestría podía dictar una conferencia en un aula a los estudiantes que exponer sus investigaciones en un Congreso Internacional de Cirugía o en un evento en México o en Ecuador.

Bastarían sus títulos académicos y científicos para validar tanto talento: especialista de primer y segundo grados en Cirugía General, investigador adjunto, profesor auxiliar, máster en Ciencias de la Educación Médica, presidente de la Filial Espirituana de la Sociedad Cubana de Cirugía, miembro de la Sociedad Ibero-Latinoamericana de Cirugía, de la Federación Latinoamericana de Cirugía, de la Sociedad Panamericana de Trauma, de la Asociación Médica del Caribe… Mas, nadie como él para declinar honores; acaso porque prefería disimularlo en el hombre campechano y jovial que no dejó de ser nunca, ni cuando su corazón se antojó de convertirse en hallazgo médico y de llevarlo, irónicamente, a la misma mesa de operaciones donde había permanecido de pie durante más de dos décadas.

Demasiadas vidas salvadas por sus manos; demasiado optimista para flaquear; demasiado jodedor como para no burlarse de la muerte; demasiada entereza como para quebrantarse.

No por humano se admite. Ni la más lacerante consternación resigna; porque la incredulidad ante la muerte suele presagiar retornos sin avisos. Y como dicen que en el olvido no tienen cabida los hombres de bien, todavía la hermeticidad del quirófano devuelve su figura esbelta. Solo se distinguen los ojos en medio de tanto verde. A su lado alguien advierte: “Profe, estamos listos”. Entonces, frente a la mesa de operaciones, la voz grave, aliñada ya por más de medio siglo de existencia, reclama como de costumbre: “Bisturí”.



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